Aquello que corría a cámara lenta
a través de ojos traviesos, aquello por lo que el alma sufría
intensamente sin saber porqué pero sospechando que los pocos años que
controlaban a aquel cuerpo inquieto pero pensativo, eran la respuesta a todo.
Días que resbalaban por los cristales de sus ojos, momentos dulces que
sus oídos saboreaban lentamente, meditando cada una de
las caídas de sus dedos sobre aquellas piezas de madera blancas
y suaves, simples y viejas, que siempre estuvieron detrás de ella, sujetando
los atardeceres, las soledades, los disgustos, las alegrías.
Buscaba la forma más sencilla de explicarse, tanto, que ni
una sola palabra salía de sus tímidos labios. Prefería hablar con su mente, sus
gestos, aunque siempre resultó complicado.
Moldeaba horas destrozando las suelas de la infancia,
levantando polvo en el patio de la madurez, jugando al escondite. Simplemente
buscaba la forma más efectiva de escribir en el tiempo sin agotar la tinta, ya
que resultaba muy cara.
Los días lluviosos le relajaban, le regalaban cosquillas por
la espalda, y puñados de arena junto a gente pequeña que la acompañaba, que
estiraban sutilmente las comisuras de sus labios acariciando a las mejillas.
Risas tontas, peleas absurdas, pasiones fugaces, ideas caprichosas, carcajadas
que lo solucionaban todo, una y otra vez.
Tiempo que cortaba en trozos y repartía como podía a las
letras, a las líneas, los números, las teclas, las canastas, las lenguas, la
mente. Pensó en hacer lo posible porque todos los comensales obtuvieran la
mejor parte por difícil que fuera.
La música amuebló su cabeza y la hacía más fácil de
controlar. Agradeció por tanto las horas "bajando teclas", leyendo
líneas, dando golpecitos en el suelo con el pie, repitiendo, repitiendo, fallando,
repitiendo, consiguiendo; los momentos en aquel amplio salón entonando en
hebreo, los intentos con las cuerdas en las misas. Todo eso, siempre con el
tiempo de por medio, obtenía recompensa, y sellaba los capítulos con
lágrimas que agradecían el presente y ojos que fotografiaban y
filmaban cada sentimiento proyectado a través de aquellos excelentes personajes
y personas. Alguien escribía aquel libro desde muy lejos, o quizá fuera muy
cerca, o puede que lejos y cerca fuera lo mismo. No lo tenía claro.
Su alma nacía entre las paredes que cada día eran más
sabias, que se deleitaban con la música de un tal Daniel, los textos de Mar,
los ejercicios de Chema, la creatividad y el humor de Ana, los viajes y oraciones
de M.Ayme y un interminable etcétera.
Esas mentes que formaban cada una un peldaño de una escalera
que si o si, tenía que construir y, puede que no tan lejos, escalarla
asegurando que esté bien anclada en la generosa tierra. Formaban cada una un
libro en una estantería que deseaba vestirse con todo tipo de atuendos, un ángulo
de visión que le ayudaba a dar cada paso más seguro que el anterior, una pieza
del ajedrez que representa la vida.
Y el viaje llega hasta hoy, mientras escribo estas palabras,
cuando me doy cuenta que mirando la foto de la graduación, yo podría haber sido
una persona totalmente diferente a la de ahora si no hubiera compartido y
disfrutado 15 años con los mejores amigos y profesores. Porque cualquier
momento es bueno para darse cuenta de lo que tuviste, o mejor, de lo que tienes.
Agradezco cada esfuerzo, cada ayuda, cada castigo, cada
consejo en todo momento. Siempre recordaré los pasillos, los cuadros, los
dibujos, los recreos, los nervios, los momentos en el colegio, cada vez que
mire a esa fotografía.
Gracias San Luis